La televisión y el teléfono móvil son nuestros medios de recibir noticias del exterior durante el confinamiento. La información viene filtrada por estos aparatos, mostrándonos la cantidad precisa y necesaria que cada medio considera. Ver el mundo desde la ventana de otro, que es profesional para lo bueno y para lo malo. Y por eso, editoriales de derechas o de izquierdas cocinan la realidad de tal forma que no notaremos la falta ni de sal, ni de azúcar en el mejor de los casos. El torrente de fake news es tan exagerado y dice tan poco de la capacidad crítica de la población que incluso duele. La libertad de pensamiento individual suele verse corrompida por una colectividad en pánico, y los propios terrores individuales se vigorizan.
En una sociedad mermada, sin reflexión y con su gestión total puesta en manos de los poderes, es muy fácil el manejo de las masas. Cualquier acto social ha sido interrumpido y relevado por las herramientos de los estados, y el individuo es informado por sus comunicadores. Una disociación de la realidad impuesta por un bien mayor y común: nuestra seguridad. Un pensamiento muy peligroso sin espíritu crítico.
Encontramos la vertiente de la solidaridad como tendencia. La empatía era algo que llevamos necesitando desde hace muchos años pero, la transformación de esta en una moda, llena de actos solidarios de compartir conocimientos, cultura y ocio por las redes sociales o de puerta a puerta, no creo que sea el futuro al que nos encaminamos. No digo que esté mal, pero cuando termine el confinamiento, sencillamente, será reemplazado por la siguiente moda. Es un planteamiento aparentemente pesimista, pero la evolución como sociedad se tiene que basar en pilares más sólidos, no en aplausos en los balcones.
De otro lado, el individualismo más desagradable, que antepone el valor personal sobre el bien colectivo, puede pasarse de rosca ante una sociedad en pánico. Como decía antes, es muy fácil dejarse llevar por el miedo, un impulso natural que nos hace olvidarnos de otra ley natural e implícita en el ser humano: la colectividad. Y el miedo bloquea cualquier cuestión ajena a la supervivencia individual, rechazando la crítica a una autoridad que se nos presenta con cara de salvadores del mundo. Como decir que no a quien nos vende seguridad cuando tenemos miedo, sin ni siquiera plantearnos de qué herramientas dispone. La muertes es una posibilidad a asumir y es aterrador.
Una mezcla perfecta de ambas vertientes es la sociedad aplaudiendo la donación de mascarillas de Amancio Ortega y su fortuna, y por supuesto su confinamiento asociado a dicha fortuna, mientras el colectivo de basureros limpian las calles. Basureros que manejan residuos de sanos y enfermos. Interpretamos como acto solidario una única y repentina donación de un individuo famoso, pero un colectivo que está funcionando "como siempre", no deja de ser algo dentro de la normalidad que olvidamos aplaudir. Esto indica la poca capacidad que tenemos para entender la gravedad de la situación, una situación límite que ha puesto en entredicho la estructura misma del sistema. El estado del bienestar no se construye por la generosidad de los ricos (Norbert Elias).
Globalización, libre comercio, libre turismo, no tener fronteras. Al final este sistema de oportunidades se ha colapsado porque cada oportunidad para el individuo suponía un salto para el virus. Y lo peor vendrá si la solución al problema es un proteccionismo basado en la represión. No es el momento de pensar los unos en los otros porque siempre debería haber sido así. Es una característica que este sistema de oportunidades nos hace olvidar. Somos animales sociales, punto.
Perdemos el tiempo buscando culpables si no podemos ver con perspectiva la situación general. Nadie ha votado al virus, pero si se ha propagado rápidamente gracios a millones de vuelos, de turistas, de ejecutivos, de inmigrantes que salen a buscar algo mejor. No es más importante señalar con el dedo que plantearse el funcionamiento mismo del sistema del exceso que ha fallado.
Y queremos volver a la normalidad olvidando que, hasta antes de coronavirus, no existía la normalidad. Al no ser que la normalidad sea sinónimo de la pérdida de ecosistemas, el calentamiento global, la violencia machista, los ahogados en el Mediterráneo, las guerras que siguen activas o la desigualdad social. Me niego a aceptar que eso es normal, y por ello, me niego a volver a ella. Quiero salir del confinamiento y abrazar a mi pareja, a mis amigos y ver las montañas de cerca, pero por nada del mundo regresar a la imagen de normalidad instaurada por las pantallas de las que hablaba al principio, y por los estados vendedores de seguridad y oportunidades.