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miércoles, 25 de mayo de 2011

Respuesta.

A veces se preguntaba de que estaba relleno. Que entrañas serían aquellas que le ocasionaban la felicidad tan seguida de la amargura. La caja de respuestas se llenaba con más preguntas, algunas algo estúpidas, pero otras daban la sensación de que darían por terminada una etapa de su vida. Algo pasó por su cabeza, y se fue, y regresó. El humo de un cigarro era el perfecto aliado cuando su cabeza no podía quedarse en blanco. Se preguntó si le gustaría tanto subirte a los tejados para poder mirar a los gorriones a los ojos, y hablar con ellos. Hay muchas respuestas que se responden con lágrimas en los ojos, otras con abrazos y otras ofreciendo un papel en blanco y un bolígrafo. Se esforzaba en crear una metáfora que lo definiera, una de esas metáforas que tanto le gustaban, pero la luz de una pantalla encendida era lo único que contestaba. Buscaba solucionar sus problemas con el tiempo, pero el tiempo le buscaba a él para saber si podía seguir sin él, o le esperaba para que se subiese y poder continuar. La vida es como una carretera con la linea discontinua, a veces te adelantan, y otras adelantas tu. Cogió la pluma y comenzó a dibujar una de éstas linea con los ojos cerrados. Decidió continuarla sin abrirlos y sin separar la punta del papel. No sabe cuanto tardó, ni la tinta que gastó pero cuando abrió los ojos tenía una espalda desnuda que ya había visto antes ante él. Entonces decidió terminar la linea. Hay elecciones que merecen la pena ser lloradas aunque pasen años y años. Son aquellas que pueden hacer que tu vida gire o siga recta y discontinua. ¿Habría llegado ese momento? ¿Sería esa espalda tan perfecta como para girar? Creyó que no. Pero poco más arriba encontró un cuello perfecto para hacerlo.
Ver las nubes grises reflejadas en el agua de sus ojos podría convertirse en un recuerdo. El olor a vainilla o el sabor del café podrían quedarse en lo más alto del tejado después de que bajase. La pluma tambaleó. Las respuestas no llegaban, tal vez las preguntas eran erróneas. Tal vez ya no tiene que importar que el tiempo le metiera prisa. Que se fuera si no quería esperar. Cuantos atardeceres podría tener el día si seguía pintando, o cuantos perecerían... donde estaba la respuesta, se preguntaba. Veía tan lejana la posibilidad de que la tinta se acabase, sin embargo, el tintero estaba a punto de terminarse. Le gustaba demasiado esa sensación. Le gustaba demasiado la forma que iba apareciendo cuando abría los ojos, tras un beso, como se enfocaba un rostro oscuro hasta hace dos segundos. Como unos ojos se juntaban formando un océano, y se separaban como hizo Moisés con el Mar Rojo. Le gustaba imaginarse que alguna mañana amanecería con ella tumbada a su lado, de espaldas, con el pelo revuelto que se peinaba con un simple golpe de cabeza, y con el momento en el que se diera cuenta que tenía la mano sobre su pecho, y que llevaba así toda la noche sin que nadie se diera cuenta. Cosas que podían pasar del perfecto cuento de hadas a los dominios del Cancerbero.

Y mientras, seguía buscando la metáfora perfecta para describirlo.

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