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miércoles, 20 de julio de 2011

El deber de respirar

Había una vez un pais, no muy lejos de aquí, en el que estaba prohibido dejar de respirar. Todos sus habitantes se veían obligados a respirar bajo castigo legal, ya que así lo ordenaba su constitución. Todos aquellos que se negaban a hacerlo se les desterraba a un pais en el que esta ley no era vigente. No era un pais muy feliz. Era rico, sin duda, prospero, y todo el mundo vivía, trabajaba e intentaba disfrutar del ocio que podían tener, siempre que, respetasen la norma fundamental del estado.

Un día, un niño paseaba junto a su abuelo. El niño, cansado de respirar le preguntó.
- Agüelo, ¿porqué tengo que respirar siempre? ¿Porque no puedo dejar de hacerlo? Me duele la nariz, y no me gusta ver como mi pecho se infla y se desinfla todo el rato.

Su abuelo le contó que no podía hacerlo, porque así lo ordenaba su antigua constitución, por la que muchos habían muerto en una guerra, en tiempos ya pasados, y que ahora, había que tener respeto y agradecer el tenerla. El niño, no entendió estas palabras, e insistió.

- Pero, agüelo, ¿quién murió por ese libro? ¿quién lo escribió? ¿y porqué tenemos que hacer lo que dijo?

El abuelo, nervioso, le volvió a contar la misma historia, pero con distintas palabras. Le dijo que fue escrito por el deseo de muchos que se defendieron de los que no querían que respirar fuera obligación, y que como perdieron, así se hizo. Terminó hablando del deber que es amarlo y jurarle fidelidad, y de la suerte de tenerlo, ya que otros paises no lo poseian y sus habitantes podían dejar de respirar en cualquier momento.
El niño no estaba contento, pero cayó tras un montón de preguntas que no fueron contestadas.

Esa noche, el abuelo llegó a casa, cenó, como todos los días, encendió el televisor, y tras un montón de anuncios de medicamentos contra el resfriado y caramelos de eucalipto, dejó de respirar.

El niño lo encontró al día siguiente. Seguía sentado en su sillón con el televisor encendido, pero con una diferencia. Ahora era ilegal.
El niño no se alarmó. Se quedó tranquilo a su lado, cogiendo su mano sin vida y le dijo:

- Agüelo, ¿tu también has muerto por el libro sagrado?

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