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martes, 2 de agosto de 2011

Tormenta de verano.

No sopla ni una brizna de aire. Nada. Tampoco hay sol, está escondido tras una sábana de nubes y no se treve a salir. El calor es absorvente, húmedo y bochornoso. La luz se torna a un ligero tono amarillo. Ha amanecido así, y está anocheciendo de la misma manera.
De pronto, el primer trueno fugitivo se hace de notar, y sus perseguidores le llaman desde lejos. Sin este mar gris, se vería un precioso atardecer cálido que desembocaria en una noche estrellada. Pero eso ya pasó ayer. Lo de hoy es diferente.
Sigue tronando, como piedras lanzadas contra un tejado estando uno bajo él. Son las respuestas a unas preguntas aún mudas. Pero la primera ya se ha dejado ver. Ja iluminado el cielo y la tierra durante medio segundo. A partir de este momento, el debate queda abierto. Truenos y rayos pelean por ver quién es más impresionante, quién cae desde más alto, quién hará que sea recordado en historias de abuelo.

(De momento ya tengo la cámara en el trípode observo el cielo para dirigir el objetivo al punto donde caen más rayos. Lo encuentro y disparo).

Surcan el cielo. Se ramifican. Son las venas de Dios. La conexión entre el cielo y la tierra, pweo aun no ha llegado la arteria horta. Cuando llega, se congela el tiempo. El puente más resistente que nunca se ha construido. Puede ver perfectamente donde ha caído, pero no su comienzo. Se ha escapado de mi campo de visión.
La batalla continúa a medida que oscurece. Al momento, u foco empieza a asomarse tras unas montañas. Se eleva formando un humo rojo. El rayo que cayó antes era demasiado poderoso y no supo controlarse. El incendio queda declarado.

(Dirijo mi cámara a aquella dirección, y mientras dejo el espejo levantado, corro a por el tele).

Una linea de sangre bordea los montes, combinada con los hermanos pequeños del gigante. Pasan los minutos, y los truenos se rinden. Los relámpagos se debilitan. Es el turno del viento. Aire y fuego es mala combinación, especialmente si no llueve. Las llamas se levantan remarcando el relieve de la zona, y el humo empalidece a medida que se aleja del foco principal. Cuando parece que por fin apacigua, lo que antes soplaba allí, ahora llega aquí.

(Me distraigo solo un momento para guardar el equipo).

Cuando regreso, un extraño olor a almazara me llama la atención. Madera quemada y, ceniza arrastrada por el viento suaviza el ambiente y filtra la luz de las farolas. También arrastra arena que me golpea en la cara, como si me quisiera erosionar como caliza. Cada golpe de aire hace que mi corazón lata dos veces más.

(Mi perra se aprieta contra mi, no me ha abandonado ni un momento, ni yo a ella).

Somos tan insignificantes. Cuando la tierra se enfada, todos deberíamos temblar. Somos sus hijos, sus granos de arena junto con el resto de seres y, de momento es compasiva porque cuando ella quiera, podremos despedirnos de lo que hoy conocemos como mundo humano.

Hay tanta fuerza en esto.

Y tanta belleza.

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